Tú eres para él - Jessica Lozano



 TÚ ERES PARA ÉL


El semáforo en verde y ningún coche avanzaba. El intenso tráfico la había mantenido en el mismo sitio alrededor de quince minutos. Desesperada, necesitaba llegar a casa cuanto antes, mañana era la presentación del proyecto con el que llevaba trabajando más de seis meses. Quería repasarlo todo bien, estaba agotada, pero solo tendría que hacer un pequeño esfuerzo más.

No soportaba los atascos, aunque esta vez le ayudaba escuchar ese ruido metálico de la lluvia chocando contra el techo del coche, junto con el movimiento del limpiaparabrisas, producía un sonido hipnótico que la tranquilizaba. Vio que empezaron a caer pequeños copos de nieve que se posaban en la luna del coche y se deshacían lentamente.

Un hombre mayor cruzaba el paso de cebra, le llamó la atención que fuera tan despacio, arrastraba los pies y miraba hacia abajo ajeno a la lluvia que caía intensamente.

 En unos días sería Navidad, no le gustaba estas fechas, le parecían tristes y solitarias. Afortunadamente su madre y ella se tenían la una a la otra, pero muchas personas no disfrutaban de esa compañía y seguramente la sensación de aislamiento, añoranza y tristeza sería mayor. Pensó que quizá aquél pobre hombre estaba sólo.

Ella apenas tenía amigas, toda su vida se había centrado en estudiar y trabajar. Los hombres no eran su prioridad, tuvo alguna relación, sin embargo ninguno la llenó lo suficiente, prefería seguir viviendo sola y centrarse en su trabajo. Solo había habido alguien que logró que se estremeciera con su mirada, pero ni siquiera llegaron a hablarse. Le conoció en la universidad y cuando se cruzaban en el pasillo o en la cafetería, sentía como la observaba,  tenía que reconocer que ella tampoco podía dejar de mirarle.

Aunque hubieran pasado varios años de aquello, no lograba olvidarle, se arrepentía de no haberle dicho lo que sentía. Un día tuvo una buena ocasión para hacerlo; iba corriendo desesperada hacia clase ya que llegaba tarde a un examen,  al cruzar la esquina tropezaron, la agarró de los brazos para evitar chocarse, ella en un tono de voz demasiado bajo le pidió perdón, y vio como él esbozaba una pequeña sonrisa. No la soltaba, estaban demasiado juntos, era la primera vez que la tocaba y el corazón le latía violentamente, sabía que no era por la carrera sino por su escrutinio. Su olor, fresco y varonil, se coló intensamente en su interior. Tenía unos ojos azules oscuros e intensos que fueron bajando hacia sus labios.


Por un instante pensó que la iba a besar, se acercó más hacia ella, sentía el calor de sus manos en las brazos desnudos donde la tenía agarrada. Se dio cuenta que estaba temblando, esperaba que él no lo notara. El tiempo se había detenido y solo parecían estar ellos dos. Él deslizó una de sus manos acariciándole el brazo, sintió su piel abrasándola y esa pequeña caricia la alentó hasta el punto de querer agarrarle del cuello y besarlo hasta quedarse saciada de él, pero de pronto la soltó. Su rostro cambió, se volvió serio y distante, se disculpó con ella y se alejó de allí a toda prisa.

No le volvió a ver, parecía haber desaparecido sin dejar rastro. Ni siquiera conocía su nombre, pero sin saber por qué, seguía recordándole, la mayoría de los días aparecía en sus pensamientos, incluso a veces se colaba en sus sueños.

Estaba deseando que el tráfico avanzase. Miró hacia un lado y volvió a encontrase con aquel hombre mayor, pero ahora miraba asustado de un lado a otro, intentaba protegerse del frío y la nieve. Se apoyó en la pared y agachó la cabeza abrazándose a sí mismo. Parecía un niño indefenso y perdido.

El corazón de Silvia comenzó a latir más rápido. «Ni lo pienses, tengo mucho trabajo que hacer, además, a lo mejor es un mendigo y no puedo hacer nada por él», se dijo a sí misma. «Podría llevarlo a un refugio, va a empezar a hacer mucho frío». Sus pensamientos iban y venían muy rápido. «A lo mejor se pone agresivo y no quiere que le ayude». Los coches empezaron a tocar el claxon desesperados al ver que seguían sin avanzar. Miró hacia delante y vio que el coche que estaba aparcado a su lado daba el intermitente indicando que quería salir. El semáforo se puso en verde de nuevo y, muy despacio, empezaron a recorrer unos metros. Volvió a mirar al anciano que ahora se había puesto en cuclillas.

—¡Mierda! —dio el intermitente, dejó salir al coche que en ese momento salía y aparcó en su lugar.

Cogió el abrigo y se lo puso a la vez que abría la puerta y salía del coche.  «En que líos me meto, será posible», se regañó mientras se acercaba al anciano. Él no se había percatado de su presencia.

—Hola, me llamo Silvia ¿y usted? —preguntó a la vez que le agarraba despacio del brazo. El hombre no le hizo caso, estaba concentrado en abrocharse el abrigo, pero no podía—. Déjeme ayudarle.

El señor levantó la cabeza y la miró. Silvia cogió sus brazos lentamente para poder acceder a los botones de la chaqueta y lograr abrocharle. Lo hacía muy despacio mientras le sonreía para que él se calmase. Le ayudó a incorporarse y poco a poco fue capaz de ir cerrando botón por botón.

—¿Cómo se llama? —volvió a preguntar ella.

Él ladeó la cabeza y una pequeña sonrisa apareció en sus labios mientras que alargaba su mano y acariciaba a Silvia en la mejilla con extrema ternura.

—Tú eres para él…

—¿Disculpe? —preguntó confusa.

Silvia no sabía que había querido decir con eso. La nieve ahora caía con más intensidad, tenía las manos frías y mojadas por lo que le resultaba complicado abrocharle más rápido. Cuando estaba llegando al cuello vio que tenía colgado una cadena con una placa metálica.

—¿Tiene un colgante? ¿Me deja verlo? —le preguntó en un tono tranquilo.

Él la entendió y se lo mostró. Seguía mirándola como un cachorro, algo temeroso pero deseando confiar en ella. Silvia vio que en la placa había un número de teléfono. Miró a su alrededor y vio una cafetería, sería mejor que lo llevase allí, estarían más tranquilos, entrarían en calor e intentaría llamar a ese teléfono. Le convenció que fuera con ella y entraron en el local. Cuando atravesaron la puerta, Silvia agradeció el calor de la calefacción, se sentaron en una pequeña mesa que había en una esquina, lo más lejos de la puerta. El anciano se tocaba las manos una y otra vez sin levantar la vista.

—Voy a pedir un chocolate caliente para ti, ¿te parece bien?

El hombre sin mirarla asintió con la cabeza. Silvia se acercó a la barra y pidió dos chocolates calientes. Volvió a la mesa y se sentó a su lado.

—Voy a quitarte el abrigo para que entres más rápido en calor —él la miró brevemente y volvió a mirarse las manos. Con paciencia Silvia le fue desabrochando los botones hasta que le quitó el abrigo, se fijó en el número de la placa, lo marcó en el teléfono móvil y llamó.

—¿Sí? —contestó una voz grave  y masculina.

—Hola, disculpe, usted no me conoce pero he encontrado a un señor en la calle y creo que podría ser familiar suyo, tenía este teléfono colgado en el cuello y…

—Sí, es mi padre —la interrumpió nervioso—. ¿Se encuentra bien?

—Sí, no se preocupe, está bien.

Escuchó que suspiraba aliviado.

—La cuidadora me ha llamado hace unas horas para decirme que se había perdido. No sabía por donde más buscarle. ¿Dónde están ahora?

—Estamos en una cafetería en el centro de la ciudad. Una pregunta, ¿puede tomar chocolate?

—¿Perdone?

—Bueno, es por si fuera diabético o tuviera alguna enfermedad por lo que no pudiera beberlo.

Hubo un silencio y Silvia por un momento se inquietó.

—No, no hay problema, puede tomarlo —su voz sonaba misteriosa ahora que él se había calmado.

—De acuerdo —se notó cada vez más nerviosa.

—Ahora nos vemos…

Un hormigueo se despertó en el estómago de Silvia al escucharle decir aquello. Le dio todos los datos y quedaron en encontrarse en media hora. Pensó que tenía una voz muy bonita, masculina y sensual, se lo imaginaba joven, no sabía que se encontraría cuando le viera. La voz normalmente no se reflejaba para nada con el físico de la persona.

La camarera les dejó los dos vasos de chocolate en la mesa.

—Bebe, está calentito —le animó Silvia a la vez que cogía la taza con ambas manos y se la llevaba a los labios para que él la imitara, y así lo hizo.

Llevaban un rato en silencio, estaba deseando que llegara su hijo. Se quedó observándolo, tenía los ojos oscuros, rodeado de pequeñas arrugas, el pelo canoso y una cara que desprendía demasiada ternura. Silvia dejó la taza en la mesa y miró hacia la calle, los copos de nieve seguían cayendo con fuerza, si seguía nevando así, mañana estaría todo cubierto. Se alegraba que este buen hombre tuviera familia, le habría dado mucha pena dejarlo en un refugio.

De pronto sintió como el anciano posaba su cálido mano en la suya, ella lo miró y le pareció que sonreía agradecido.

—¿Cómo te llamas? —preguntó ella.

Cuando iba a contestarle, escuchó una voz familiar detrás de su espalda.

—Hola…

Era él, el hombre con el que había hablado por teléfono, no había tardado nada en llegar. Se dio la vuelta lentamente y si hubiera tenido la taza en las manos se le habría caído de golpe contra el suelo. Ambos se quedaron mirándose el uno al otro como si no lo pudieran creer.

—¿Tú? —preguntó ella.

—Silvia…

¿Sabía su nombre? Nunca se lo dijo y ella ni siquiera se sabía el de él. El tiempo parecía haber vuelto atrás, a la universidad. Seguía estando tan atractivo como le recordaba, incluso más, el paso del tiempo le había vuelto más maduro, ahora parecía más hombre, su espalda era fuerte y gruesa, su mandíbula ancha igual que sus labios, si antes le imponía, ahora mucho más, se sentía pequeña a su lado.  

—Es ella —Silvia escuchó al anciano detrás de su espalda—. La mujer que siempre miras.

Silvia se giró confundida y observó a ambos. No entendía nada.

—¿Me conoce? —preguntó sin poder creérselo.

—Bueno, él…

—Alex, hijo, no me siento muy bien.

Ambos miraron en su dirección.

—¿Qué te pasa papá? —preguntó a la vez que se sentaba junto a él.

—Estoy mareado y me duele el pecho.

—Hay un hospital a dos calles de aquí —dijo Silvia.

—He venido en moto, tengo el coche en el taller. Pensaba coger un taxi para él y seguirlos.

Silvia se dio cuenta que tenía un casco en la mano, con la impresión no se había dado ni cuenta.

—Vamos en mi coche y nos sigues, está muy cerca.

—¿Estás segura?

—Claro, voy a pagar.

—No, ni hablar, pago yo. Ya has hecho suficiente.

Salieron rápido y fueron hacia el coche, él cogió la moto y los siguió, afortunadamente ya no había tanto atasco. Llegaron a urgencias y al decirle que le dolía el pecho, le atendieron enseguida. Ambos se quedaron fuera, esperando que les dijeran algo.

—No te preocupes, puedes irte si quieres. Gracias por cuidar de él.

—No tiene importancia, cualquiera podría haberlo hecho.

—Te equivocas, mucha gente piensa que es un mendigo y ni se acercan. Ya se ha perdido dos veces y fue la policía quien lo encontró. Pongo el teléfono en varios sitios para que lo puedan ver, he contratado a alguien para que esté con él mientras me voy a trabajar pero en cuanto se descuida se va de casa y se pierde.

—Me alegro de haberlo hecho, no te preocupes.

Le observó, se le veía preocupado, llevaban bastante tiempo esperando y nadie les decía nada. Silvia tuvo ganas de abrazarlo y consolarlo. Hablaron de la universidad, de lo que hicieron después, Alex le contó que tuvo que dejar de ir porque le salió una oportunidad laboral muy interesante y se apuntó a clases a distancia. Ahora Silvia sabía porque había desaparecido. 

Salió una enfermera y preguntó por el familiar de Carlos Robles, que así se llamaba su padre. Les informó que le habían hecho un electro y que estaba todo bien, solo tenía la tensión un poco alta pero nada preocupante. Le dejarían en observación esa noche. Cuando la enfermera se fue, Alex respiró aliviado.

—Bueno, ahora si que creo que debo irme —dijo Silvia.

Él se giró y la miró fijamente, se fue acercando a ella, quizá demasiado. Intimidada, retrocedió un poco y se tropezó con una columna, sin embargo él no se apartó, seguía muy cerca. Silvia levantó la cabeza para mirarle, a esa distancia le imponía, casi podía sentir su calor corporal, su inconfundible olor, ese olor que no había podido olvidar.

—Silvia, no se cómo darte las gracias.

«Yo sí», pensó ella, se le ocurrían muchísimas formas.

—No es necesario, no pasa nada, me alegro que tu padre esté bien —nerviosa, le dio dos besos mientras que él la agarraba de los brazos para que no pudiera irse.

Le miró confusa, Alex, no la soltaba. De nuevo la observaba como aquella vez, sus ojos se anclaron a sus labios.

—Cuando me preguntaste si mi padre podía beber chocolate, me descolocaste, de pronto tuve unas ganas tremendas de conocerte. Una desconocida se había tomado la molestia de llamarme, llevarle a una cafetería y comprarle algo para beber. Sentí curiosidad, nunca imaginé que serías tú —le acarició la mejilla con el dorso de la mano.

Ella volvía a sentir que el corazón le latía violentamente, si pronunciaba cualquier palabra seguro que iba a tartamudear. Entonces vio que de nuevo se ponía muy serio.

—¿Tanto miedo te doy? —pregunto él, parecía molesto.

—¿Por qué dices eso? —logró decir ella apenas en un susurro.

—Estas temblando como la otra vez, no pretendía asustarte ni ahora tampoco.

Silvia se quedó sorprendida.

—Alex, no temblaba porque te tuviera miedo —le miró intensamente a los ojos —y ahora tampoco.

Él la agarró de la cintura acercándola más a su cuerpo mientras que con la otra  mano seguía acariciándole la mejilla.

—¿Y entonces por qué tiemblas? —murmuró muy cerca de su boca. Sentía su cálido aliento y cada vez se estaba alterando más por su proximidad.

Silvia no podía hablar, sentía su mano en la espalda, bajaba y subía muy despacio, su olor, su calor, los labios tan cerca de los suyos…

—Dímelo Silvia.

Dios mío, la estaba volviendo loca. Tenerle tan cerca hacía que pensara que su vida no estaba tan completa como pensaba, todo lo que estaba sintiendo era demasiado fuerte. No quería perderle de nuevo.

—Tiemblo… por ti, por lo que me haces sentir.

Los ojos de Alex se oscurecieron, la cogió suavemente de la nuca y despacio notó el calor de los labios masculinos sobre los de ella. Los mordisqueó con ternura hasta que introdujo la lengua en su boca encontrándose con la suya, en el momento que se tocaron un gemido salió de la boca de ambos y él la estrechó más contra su cuerpo. Ella le agarró del cuello, quería sentirlo más adentro. Alex la apoyó en la columna y sus cuerpos chocaron uno contra el otro, él sentía su femeninos pechos contra su tórax, la fina cintura entre sus manos, ella la excitación de él contra su estómago. De pronto toda esa ropa estorbaba entre ellos.

La respiración de ambos se empezó a agitar, Silvia sentía que el calor se extendía por todo su cuerpo, se estaba abrasando y nada podría apagar ese fuego que se había despertado. 

Alex se apartó.

—Espera —dijo jadeando—. Este beso ha sido mejor de lo que siempre había imaginado, pero como no pare ahora mismo creo que te secuestraré, buscaré un baño,  te meteré en él y no se lo que seré capaz de hacer.

—No es mala idea —sonrió.

—No me digas eso o no respondo.

La volvió a besar intensamente, gruñó dentro de su boca, deslizó la mano por su cintura hasta llegar a su nalga, la apretó más contra él y Silvia gimió. Quería tocar su piel, desnudarlo.

Alex volvió a separarse, el pecho de ambos subía y bajaba muy rápido. Le acarició la nuca y la miró el cabello.

—¿Siempre lo llevas recogido? No te imaginas las veces que he soñado con soltártelo, verte con él pelo extendido sobre mi cama revuelto y con las mejillas sonrosadas, los labios doloridos por mis besos…

Silvia pensó que era cierto, solo se lo dejaba suelto en casa, era más cómodo recogérselo, se sorprendió que se hubiera fijado en ese detalle. Las cosas que le decía la estaban provocando más de lo que le gustaría admitir.

—Será mejor que nos tranquilicemos —le dijo ella.

—Sí, será lo mejor —se apartó de su lado a duras penas, pero le agarró de la mano.

—¿De qué me conoce tu padre?

Él sonrió.

—Te hice una foto con el móvil en la universidad. Siempre la llevo encima y él la ha visto en más de una ocasión, lo raro es que lo recuerde.

—Me dijo que yo era para ti.

—Siempre ha sido muy listo —sonrió —siempre lo he pensado, pero no estaba seguro si tu sentías lo mismo.

Él la acariciaba la mano con suavidad.

—Sí, yo también sentía lo mismo, incluso he soñado contigo durante este tiempo.

—¿De verdad? —dijo levantando una ceja—. Espero que podamos cumplir esos sueños.

Silvia soltó una carcajada.

—Debo irme.

—Lo se, pero esta vez no te dejaré escapar, ya tengo tu teléfono —sonrió de forma pícara—. ¿Qué vas a hacer en Navidad? —preguntó Alex.

—Cenar con mi madre, ¿y tu?

—Cenar con mi padre .

Ambos se miraron pero no dijeron nada, el ascensor llegó y Silvia se metió dentro, antes de que se cerraran las puertas ambos hicieron la misma pregunta al mismo tiempo:

—¿Quieres…?

Se empezaron a reír.

—Sí, estaremos encantadas de cenar con vosotros.

—¿Y si no era eso lo que te quería decir? —contestó divertido.

—Bueno, entonces nos veremos en otra ocasión —dijo sonriendo.

Él se puso serio y las puertas comenzaron a cerrarse, antes de que lo hicieran él se metió en el ascensor y se acercó a ella. 

—Hay un problema.

—¿Cuál? —preguntó confusa.

La cogió de la cintura mientras que pulsaba el botón para ir hacia la planta baja.

—Que cuando pruebes como cocino, no querrás que deje de hacerlo nunca.

Silvia se rió a carcajadas.

—Y tenemos otro problema —afirmó Alex a la vez que le besaba el cuello. Ella cerró los ojos excitada de nuevo—. Tengo que verte con el pelo suelto antes de que te vayas.

Silvia le apartó y se fue quitando las horquillas una a una, se revolvió el pelo que cayó pesado hasta la cintura. Él la observaba maravillado, con los ojos encendidos de deseo. Sin mediar palabra se acercó a su boca y le arrebató un beso, las lenguas se unían haciendo que saltaran chispas entre ambos, ella se agarró a su cuello y le mordió el labio.

—No te imaginas las noches y los días que he pensado en ti, que he querido tenerte entre mis brazos —le dijo Alex, mientras le acariciaba el pelo. Todas las puertas de mi vida no estaban completamente abiertas porque me faltaba algo, me faltabas tú. Siento que te conozco desde siempre, que el destino se ha empeñado en que no te fueras de mi cabeza y de entre todas las personas que podían haber encontrado a mi padre, has tenido que ser tú. ¿Crees en el destino?

—Ahora sí —contestó ella.

El ascensor se paró, habían llegado a la planta baja.

—Te llamo mañana para quedar, ¿de acuerdo? —dijo Alex.

—Me parece bien —Silvia se acercó y le dio un beso en los labios—. Yo también te he estado esperando.

Él sonrió y la puerta se cerró, pero Silvia sintió que en su corazón se abría otra gran puerta, una que esperaba que nunca se volviera a cerrar. 


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