El rey pobre
Cada día, a la salida de la misma
estación de cercanías, cruzabas tu tímida mirada conmigo tan solo durante una
décima de segundo, en un vago intento por no verte comprometida por ella. La
misma medio sonrisa, cargada de amabilidad, y que yo agradecía más de lo que
pudieras suponer por aquel entonces. Son pocos los gestos de complicidad que
reciben los que se ven abocados a pedir limosna.
Hace dos años que perdí mi hogar a
causa de un aval. Mi hijo lo necesitaba, y ahora ambos lo pagaremos para
siempre. Él más que yo, pues ha de vivir mucho más tiempo. El caso es que el
alquiler y la supervivencia de dos familias no se sostiene tan solo con una
pensión de seiscientos euros, y recurrí a la solidaridad de la gente. Tú misma
me dabas algo algunos días, acompañando el donativo con timidez. Y con tu
sonrisa.
Pero esa mirada apocada dejó de pasar
cada mañana y las tempranas horas del invierno se hicieron más oscuras.
Comprendí que ya no acudirías a tu cita con el trabajo y me entristecí por ti.
¿Qué otra cosa podía hacer?
Pregunté a los que pasaban a la misma
hora por allí, pero la mayoría me evitaban asustados, quizá pensando que les
abordaba desesperado pidiéndoles limosna. Cada día intenté hablar con una
persona distinta, y así llegaron los primeros copos de nieve y el frío extremo.
Mi cuerpo se reveló contra mí justo a
las puertas de la navidad haciéndome caer en un profundo sueño.
Y te vi junto a mi cama con un libro
abierto. Quise hablarte, pero tu dedo índice me lo impidió sobre mis labios.
“Voy a contarte un cuento”- me dijiste. Y yo sonreí. Aquellos ojos negros eran
los de un ángel, y se posaron sobre sus propias manos abiertas boca arriba como
si sostuvieran un libro invisible. Sus labios se movieron...
“ Había una vez un rey cuya falta de
ambición le relegó a reinar tan solo sobre un pequeño pueblo que rodeaba el
castillo en el que vivía. Aunque poseía grandes riquezas, todos le llamaban El
rey pobre, porque era feliz a pesar de sus pocas posesiones. Pero, como siempre
ocurre, llegaron momentos de escasez para los habitantes del reino, y él
decidió que, como sus súbditos eran escasos, podría mantenerlos repartiendo la
riqueza que atesoraba.
Así se sucedieron los años y las
reservas se fueron agotando, pero el rey, a pesar de cuanto le advirtieron su
familia y consejeros, valoraba las miradas agradecidas y la felicidad del
pueblo por encima de sus propios intereses, hasta que el dinero se acabó. Su
mujer e hijos se marcharon a vivir con su suegro y el pueblo emigró poco a
poco. En la más absoluta soledad paseó durante semanas rodeado de casas vacías
y, un día, el hambre también le obligó a huir a través del bosque en busca de
comida y compañía humana.
Vestido con una capa y una capucha
roída llegó a una gran población. Allí pidió limosna para poder comer siendo
rechazado por la mayoría. Una mañana, rendido, cayó acurrucado contra la pared
con las piernas encogidas, sin apenas fuerzas para sacar la mano derecha del
viejo jubón, cuando notó que una mano enguantada se la cogía con delicadeza,
forzándole a levantarse.
─Yo sé por qué esa mano no recibe
donativo alguno. Durante demasiado tiempo estuvo acostumbrada a repartir sin
pedir nada a cambio.
El hombre
cuya voz escuchaba se arrodilló ante él.
─Majestad. Dejadme devolveos tan solo
una pequeña parte de lo que tú diste.
Y así fue como, el rico mercader,
antiguo súbdito del pequeño reino, ayudó al rey pobre a recuperar su dignidad,
pues pronto corrió la voz de quién era por la ciudad, donde muchos de sus
súbditos habitaban.”
Escuché lejanos villancicos en la
oscuridad que anunciaban esperanza. Desperté en una fría habitación de
hospital, rodeado de mi familia. Todos sonreían de felicidad al verme, y supe
en aquel preciso momento que nada era más valioso que una mirada feliz y el
cariño de los que te rodean. Entendí al pobre rey, quien ganó mucho más de los
que otros podrían pensar que perdían.
Mi hijo había encontrado trabajo
gracias a una chica joven que había acudido al hospital y que me había dejado
una carta en mi mesilla. En ella me daba las gracias por mi interés y me
confesaba ser la hija del dueño de la empresa en la que trabajaba, de la que se
había ausentado para preparar unos exámenes. Alguien le había dicho que, cada
mañana, preguntaba por ella. Prometía volver a verme algún día, y firmaba:
Su súbdita agradecida.
¡YA DISPONIBLE GRATIS!
Puedes adquirirlo a través de Amazon,a precio mínimo, en papel. ¡Sólo 5'85€! - Susurros de invierno
bonito cuento, emotivo ¡ ojalá pudieran hacerse realidad los buenos deseos¡
ResponderEliminarGracias por tu comentario. La verdad que es un cuento precioso y ojalá esas cosas sucedieran.
Eliminar