El rey pobre - Adrián González de Luis



El rey pobre


 
Cada día, a la salida de la misma estación de cercanías, cruzabas tu tímida mirada conmigo tan solo durante una décima de segundo, en un vago intento por no verte comprometida por ella. La misma medio sonrisa, cargada de amabilidad, y que yo agradecía más de lo que pudieras suponer por aquel entonces. Son pocos los gestos de complicidad que reciben los que se ven abocados a pedir limosna.

Hace dos años que perdí mi hogar a causa de un aval. Mi hijo lo necesitaba, y ahora ambos lo pagaremos para siempre. Él más que yo, pues ha de vivir mucho más tiempo. El caso es que el alquiler y la supervivencia de dos familias no se sostiene tan solo con una pensión de seiscientos euros, y recurrí a la solidaridad de la gente. Tú misma me dabas algo algunos días, acompañando el donativo con timidez. Y con tu sonrisa.

Pero esa mirada apocada dejó de pasar cada mañana y las tempranas horas del invierno se hicieron más oscuras. Comprendí que ya no acudirías a tu cita con el trabajo y me entristecí por ti. ¿Qué otra cosa podía hacer?

Pregunté a los que pasaban a la misma hora por allí, pero la mayoría me evitaban asustados, quizá pensando que les abordaba desesperado pidiéndoles limosna. Cada día intenté hablar con una persona distinta, y así llegaron los primeros copos de nieve y el frío extremo. Mi cuerpo se reveló contra mí  justo a las puertas de la navidad haciéndome caer en un profundo sueño.

            Y te vi junto a mi cama con un libro abierto. Quise hablarte, pero tu dedo índice me lo impidió sobre mis labios. “Voy a contarte un cuento”- me dijiste. Y yo sonreí. Aquellos ojos negros eran los de un ángel, y se posaron sobre sus propias manos abiertas boca arriba como si sostuvieran un libro invisible. Sus labios se movieron...

            “ Había una vez un rey cuya falta de ambición le relegó a reinar tan solo sobre un pequeño pueblo que rodeaba el castillo en el que vivía. Aunque poseía grandes riquezas, todos le llamaban El rey pobre, porque era feliz a pesar de sus pocas posesiones. Pero, como siempre ocurre, llegaron momentos de escasez para los habitantes del reino, y él decidió que, como sus súbditos eran escasos, podría mantenerlos repartiendo la riqueza que atesoraba.

Así se sucedieron los años y las reservas se fueron agotando, pero el rey, a pesar de cuanto le advirtieron su familia y consejeros, valoraba las miradas agradecidas y la felicidad del pueblo por encima de sus propios intereses, hasta que el dinero se acabó. Su mujer e hijos se marcharon a vivir con su suegro y el pueblo emigró poco a poco. En la más absoluta soledad paseó durante semanas rodeado de casas vacías y, un día, el hambre también le obligó a huir a través del bosque en busca de comida y compañía humana.

Vestido con una capa y una capucha roída llegó a una gran población. Allí pidió limosna para poder comer siendo rechazado por la mayoría. Una mañana, rendido, cayó acurrucado contra la pared con las piernas encogidas, sin apenas fuerzas para sacar la mano derecha del viejo jubón, cuando notó que una mano enguantada se la cogía con delicadeza, forzándole a levantarse.

─Yo sé por qué esa mano no recibe donativo alguno. Durante demasiado tiempo estuvo acostumbrada a repartir sin pedir nada a cambio.

  El hombre cuya voz escuchaba se arrodilló ante él.

─Majestad. Dejadme devolveos tan solo una pequeña parte de lo que tú diste.

Y así fue como, el rico mercader, antiguo súbdito del pequeño reino, ayudó al rey pobre a recuperar su dignidad, pues pronto corrió la voz de quién era por la ciudad, donde muchos de sus súbditos habitaban.”

Escuché lejanos villancicos en la oscuridad que anunciaban esperanza. Desperté en una fría habitación de hospital, rodeado de mi familia. Todos sonreían de felicidad al verme, y supe en aquel preciso momento que nada era más valioso que una mirada feliz y el cariño de los que te rodean. Entendí al pobre rey, quien ganó mucho más de los que otros podrían pensar que perdían.

Mi hijo había encontrado trabajo gracias a una chica joven que había acudido al hospital y que me había dejado una carta en mi mesilla. En ella me daba las gracias por mi interés y me confesaba ser la hija del dueño de la empresa en la que trabajaba, de la que se había ausentado para preparar unos exámenes. Alguien le había dicho que, cada mañana, preguntaba por ella. Prometía volver a verme algún día, y firmaba:

Su súbdita agradecida.



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Comentarios

  1. bonito cuento, emotivo ¡ ojalá pudieran hacerse realidad los buenos deseos¡

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    1. Gracias por tu comentario. La verdad que es un cuento precioso y ojalá esas cosas sucedieran.

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